“Tal vez –piensan sus hijos- ese pasado turbulento, 
                                   sangriento, ese constante guerrear en nombre
                                   de sus ideales, confusamente llamados Patria, 
                                   Pueblo, Independencia, y tantas veces traicionados, 
                                   había sido su vida y también su condena”.

                                                                                                                                    Juan Carlos Martelli









           Seis hombres encapuchados cruzaron de madrugada las galerías desiertas. Se movían entre las sombras en riguroso silencio, pero su actitud era serena y decidida. Afuera el clamor de la fiesta había cesado y sólo se escuchaba la canción obscena de un grupo de borrachos que aún seguían despiertos. Avanzaron en dirección al Sagrado a través del oscuro laberinto de corredores, patios y galerías; y finalmente giraron a la derecha por un corredor abovedado. Cerca de la arcada tenuemente iluminada que se abría al otro extremo, tres de ellos se descubrieron la cabeza y sacaron los mazos de madera que llevaban entre los pliegues de las túnicas.
            La Cámara del Hogar era un recinto amplio, con suelo de mármol y techos altos sostenidos por tres hileras de columnas. Dos legionarios, que el gobernador había apostado por las revueltas que el Partido Nacionalista había protagonizado la última semana, dormían sentados en el suelo, cerca de la entrada. Hacia el fondo de la estancia, en dos ánforas de bronce, ardían los fuegos perpetuos y un poco más atrás, sobre un estrado de cuatro escalones, dos centinelas levitas custodiaban el trono sagrado. La tradición decía que estaba reservado para un rey guerrero, que vendría a liberar al pueblo del yugo imperial y lo elevaría victorioso sobre las demás naciones del mundo. Cualquier otro hombre que se sentase en él moriría en el acto. Siglos antes, dos de los reyes más justos que la historia recordara habían creído ser los elegidos, pero dejaron la vida en el trono fulminados por la ira de Dios o agobiados por el peso de la sugestión y sus propios miedos. Desde entonces, ningún otro monarca había vuelto a intentarlo.